lunes, 2 de noviembre de 2015

ANTOINE LAURENT LAVOISIER





         Lavoisier nació en una familia acomodada que lo quiso y mimó extraordinariamente y que le proporcionó una educación excelente. Esta suerte fue bien aprovechada porque el joven Lavoisier demostró ser un buen estudiante. Su padre, que era abogado, confiaba que su hijo le siguiera en su profesión, pero el joven Lavoisier, que asistió a las conferencias de astronomía de Lacaille, acabó interesándose por la ciencia. Después de algunos escarceos con la geología se pasó a la química, siendo esta la tarea de su vida.
         Desde el comienzo de sus investigaciones químicas se dio cuenta de la importancia que tenía la precisión en las medidas. Su primer trabajo importante, en 1764, trató de una investigación acerca de la composición del mineral de yeso, al cual calentó para sacarle su contenido en agua, midiendo a continuación con precisión el agua obtenida. Hubo químicos anteriores a Lavoisier, principalmente Black y Cavendish, que se habían dedicado también a realizar mediciones con mayor o menor exactitud, pero fue Lavoisier quien penetró más en ello y quien debido a sus éxitos proporcionó esta idea a los químicos en general. Hizo por la química lo que Galileo había hecho por la física dos siglos antes y el resultado en química fue igualmente rotundo. Es por esto, en parte, por lo que se acredita a Lavoisier como el padre de la química moderna.
         Lavoisier fue un ciudadano de gran espíritu público, que participó en muchos consejos y comisiones creadas para mejorar la suerte y condiciones de vida de la población. En 1760 trabajó en métodos para mejorar la iluminación en los pueblos, causando sensación con la publicación de un ensayo sobre esta materia, cuando contaba con veinte años de edad. En 1770 ideó nuevos métodos para preparar salmuera, sustancia necesaria, en aquella época, para la fabricación de pólvora. Estos nuevos métodos hicieron innecesario, para los funcionarios oficiales, el saqueo de bodegas y graneros para encontrar cristales de dicha sustancia, pues constituía una invasión de domicilios llevada a cabo brutalmente y que provocó muchos resentimientos. En 1780 trabajó para la modernización de la agricultura y sus investigaciones le llevaron a la puesta en funcionamiento de una granja modelo.
         Todo este espíritu ciudadano no hubo de ayudarle a la postre, por dos equivocaciones. En primer lugar, invirtió medio millón de francos en la Ferme Générale a fin de ganar algún dinero para sus investigaciones. Esta Ferme Générale era una sociedad privada comprometida por el Gobierno francés a un precio fijo para recolectar impuestos. Cualquier dinero que sacaban por encima de la cuota acordada quedaba de ganancia para la sociedad. Estos <granjeros de hacienda> sacaban hasta el último real y no había grupo más odiado en la Francia del siglo XVIII que dichos granjeros, recaudadores. Lavoisier mismo estuvo en realidad ajeno a la recaudación directa de impuestos, por supuesto, y se dedicó a ser un mero administrador. No utilizó el dinero que ganó con fines egoístas, sino que lo utilizó para la investigación química, creando un magnífico laboratorio privado.
         Sin embargo, a todos los efectos, fue un <granjero de hacienda> y ganó cien mil francos en un año, y lo que es más, en 1771 se casó con la hija de un jefe importante de la sociedad, la cual era joven (solo tenía catorce años), guapa e inteligente, que se metió a fondo en el trabajo de su esposo, tomándole notas, traduciendo del ingles, ilustrando sus libros y otros trabajos. En general fue un espléndido matrimonio de amor, aunque ella no dejó nunca de ser la hija de un importante recaudador de impuestos.
         El segundo error de Lavoisier tuvo que ver con la Academia de Ciencias Francesa a cuya honorable asociación perteneció como miembro desde 1768, cuando solo contaba veinticinco años. En 1780, un tal Jean Paul Marat, periodista que se las daba de científico, pidió su ingreso en la Academia y Lavoisier hizo lo posible para que no entrara, por la buena razón de que los trabajos que ofrecía a la Academia para su ingreso (conteniendo nociones tontas y caseras sobre la naturaleza del fuego) no tenían valor alguno. Marat, sin embargo, no lo olvidó nunca y tampoco de consumar su venganza hacia Lavoisier cuando le fue posible.
         Lavoisier, en sus primeros momentos, estuvo muy ocupado tratando de desterrar uno por uno los principios anticuados de la química que estructuraban la mente de los químicos del dieciocho.
         Había, todavía, algunos que mantenían las antiguas nociones de los elementos griegos y creían en la transmutación por el hecho de que el agua se podía transformar en tierra después de hervirla largo rato. Esto aparentaba ser así porque el agua que se calentaba durante muchos días, terminaba evaporándose por completo, dejaba un residuo sólido.
         Lavoisier decidió en 1768 poner a prueba esta cuestión e hirvió agua durante ciento un días en un artilugio que condensaba el agua evaporada, a modo de circuito cerrado, devolviéndola al matraz de ebullición de manera que no se perdiera agua en el proceso, empleando además, como es natural, un método de mediciones cuidadosas y rigurosas. Pesó, pues, el agua y el recipiente antes y después del experimento.
         Los residuos aparecieron, pero el agua no variaba de peso mientras hervía. Por tanto, el residuo no podía haber sido formado a partir del agua. Sin embargo, el matraz si había perdido un peso igual al aparecido en forma de residuos. En otras palabras, el sedimento no era agua transformada en tierra sino que provenía del ataque lento del agua sobre el cristal que se precipitaba en fragmentos sólidos. Esto constituyó un claro y definitivo ejemplo de la utilidad de las mediciones y de que un buen y sistemático uso de ellas llevaba a resultados definitivos.
         El interés de Lavoisier en el alumbrado de las calles le introdujo de lleno en el problema de la combustión. La teoría del flogisto de Stahl ya tenía un siglo de existencia y había muchas cosas que no conseguía explicar. La confusión que originó entre los químicos se esclareció con el trabajo de Lavoisier y solo después pudo avanzar de verdad la química (segunda razón por la que se le puede llamar el padre de la química moderna).
         Lavoisier empezó por calentar sustancias al aire en 1772. Una vez compró con otros químicos un diamante que colocó en un recipiente cerrado y enfocó en él los rayos del Sol que concentraba con una lupa, y el diamante desapareció. Sin embargo, el recipiente se llenó de anhídrido carbónico, lo que prueba que en gran parte, o en su totalidad, el diamante estaba compuesto de carbón. Lavoisier también notó especialmente que el diamante no ardía en la ausencia de aire.
         Continuó quemando fósforo y azufre y comprobó que los productos obtenidos pesaban más que el original, por lo que pensó que se había adicionado alguna sustancia a partir del aire. (No creía que el flogisto pudiera tener un peso negativo.)
         Para probar esto, calentó estaño y plomo en atmósfera limitada de aire y sobre ambos metales apareció una capa de óxido que se comprobó que pesaba más que el metal de la que provenía. Lavoisier vio que el metal, su óxido, el aire y todo el conjunto, no habían variado de peso al calentarlos. Esto quería decir que si el óxido había ganado de peso por un lado, el mismo peso se tenía que haber perdido por otro sitio, posiblemente el aire. Si en realidad era el aire, tenía que aparecer un vacío parcial en el recipiente. Estando seguro de ello, Lavoisier abrió el recipiente y el aire se precipitó a entrar siendo entonces cuando ganó peso el conjunto.
         Lavoisier pudo demostrar que el óxido era una combinación del metal con el aire y por tanto que la oxidación (y la combustión) no acarreaban una pérdida de flogisto, sino una ganancia de al menos una porción de aire.
         Cuando esta teoría se abrió paso finalmente entre los químicos, se derrumbó la teoría del flogisto y se estableció la química sobre los fundamentos en que hoy descansa. Además la demostración de Lavoisier de que la materia ni se crea ni se destruye sino que cambia de un estado a otro en el transcurso de los procesos químicos a que se somete, es la ley de la conservación de la materia, que representa un baluarte en la química del siglo XIX (y una tercera razón por la que se le proclama padre de la química moderna), Einstein amplió y afinó este concepto.
         En 1774, Priestley estaba en París y visitó a Lavoisier, con quien discutió los experimentos que hizo con el <aire desflogisticado>. Lavoisier repitió los experimentos y se dio cuenta al momento de la tontería que suponía la noción de aire sin flogisto. A cambio, le demostró la existencia del aire que se combinaba con los metales para formar óxidos. La única razón por la que los objetos ardían tan rápidamente en ese gas era la que en el aire, dicho gas estaba diluido entre otros gases, en los que no ardían las sustancias.
         Lavoisier fue el primero que expuso claramente lo que otros grandes químicos de la época (en especial Scheele) habían sospechado, el aire estaba compuesto por dos gases, uno de los cuales hacía posible y mantenía la combustión y el otro no. Llamó oxígeno al primero (de los vocablos griegos que quieren decir <origina ácidos> porque creyó, equivocándose por primera vez, que todos los ácidos lo contenían). Al segundo lo llamó azoe (del griego que significa <sin vida>), pero en 1790 Chaptal lo rebautizó nitrógeno, que es el nombre que ha perdurado hasta hoy en día.
         En algunos aspectos, el carácter de Lavoisier se mostró desdeñoso hacia ciertos colaboradores, por ejemplo, no quiso mencionar la ayuda que para descubrir el oxígeno, había recibido de Priestley y apuntarse él toda la gloria. A decir verdad, la ayuda de Priestley no fue muy grande y Lavoisier además interpretó el verdadero significado de la labor de Priestley que el mismo no vio y por tanto se le deben dar todos los parabienes a Lavoisier, cosa que no quita que el mismo se autoasignara el descubrimiento íntegro del oxígeno. Sin embargo, y tal vez por ello obró así, este descubrimiento fue el pedacito de fama que más codiciaba, pues quiso siempre descubrir un nuevo elemento. Hizo por la química más que nadie hiciera hasta entonces, y casi después también, pero no llegó a descubrir un solo elemento.
         Lavoisier llegó también a estudiar el comportamiento de los animales en una atmósfera de aire, de oxígeno y de nitrógeno. Pudo medir la cantidad de calor que desprendían, comparando la vida en ese aspecto con la combustión.
         En 1783, Cavendish demostró que el agua se podía producir quemando un gas inflamable en el aire. Lavoisier inmediatamente repitió el experimento de un modo más moderno y bautizó al gas inflamable con el nombre de hidrógeno (del griego que significa <da origen a agua>). Esto encajó bien con su nueva visión de la química y pudo observar que cuando los animales descomponían el alimento (compuesto en su mayoría de carbono de hidrógeno), lo hacían añadiendo el oxígeno que respiraban y formando anhídrido carbónico y agua, que aparecían en el aire respirado.
         También en este caso, Lavoisier arguyó que el experimento de quemar el hidrógeno era una primicia suya. De hecho, Lavoisier adquirió tal fama de plagiador que cuando se descubrió que un químico ruso, Lomonosov, había publicado estos experimentos un cuarto de siglo antes que el francés, se empezó a dudar de si Lavoisier habría leído las obras de Lomonosov y la gente no tuvo ningún reparo en mencionarlo. Sin embargo, en este caso, esto es dudoso y se acepta la buena fe de Lavoisier.
         La nueva química comenzó en seguida a avanzar. En Inglaterra, Cavendish y Priestley se negaron a abandonar la teoría del flogisto, pero Black siguió las doctrinas de Lavoisier, así como Bergman en Suecia y Klaproth en Alemania.
         Por esta época, el químico más conocido de Francia, que era Guyton de Morveau, estaba intentando escribir un artículo sobre química para una gran Enciclopedia y estaba pasando muchas dificultades tratando de recopilar los conocimientos de los antiguos, por lo que pidió ayuda a Lavoisier (aun no teniéndole, en principio, en gran estima intelectual). Lavoisier pensó en el problema y se dio cuenta que la dificultad residía en el idioma, nomenclatura. (Guyton de Morveau no había aceptado las teorías de Lavoisier pero después de colaborar con él durante una temporada se convirtió en otro de sus seguidores.)
         Una vez sentadas las bases de la nueva química, Lavoisier empezó a trabajar para conseguirle una nueva nomenclatura. Los alquimistas y químicos anteriores no tenían reglas fijas para nombrar las distintas sustancias químicas y desde luego los alquimistas se apartaron de su camino utilizando nombres caprichosos y oscuros. Como resultado de este confusionismo, ningún químico estaba seguro de lo que le contaba otro por no utilizar iguales denominaciones.
         En colaboración con otros químicos, como Berthollet y Fourcroy, Lavoisier publicó en 1787 la obra Métodos de Nomenclatura Química. En este libro se establecían normas que se utilizaban para nombrar cada compuesto, basadas en los elementos que contenía. La idea fue la de identificar la composición química con el nombre asignado. El sistema era tan claro y lógico que los químicos lo adoptaron al momento y aún constituye la base de la nomenclatura actual (cuarta razón por la que Lavoisier puede ser considerado padre de la química moderna).
         En 1789 Lavoisier publicó un libro de texto llamado Tratado Elemental de Química, en el que reunió su nueva doctrina y que representa el primer texto moderno de química (quinta razón) y que entre otras cosas contiene una lista de todos los elementos conocidos por entonces, es decir, de todas las sustancias que no se habían descompuesto en componentes menores o más básicos o fundamentales.
         En su mayor parte la lista era bastante exacta, y ninguna de las sustancias contenidas en ella no se reconoce hoy que no sea un elemento o por lo menos un óxido del mismo. Sin embargo, Lavoisier catalogó el calor y la luz como elementos. Lavoisier creía que el calor era un fluido imponderable llamado <calórico>. Había desechado el flogisto, un fluido imponderable también, pero en parte por su gran influencia, el calórico permaneció en la mente de los químicos durante medio siglo.
         Hacia el final de su carrera, Lavoisier, con la ayuda de un joven Laplace, trató de medir calores de combustión y analizaron algunos de los detalles de lo que ocurría en los tejidos vivos. Pero en el mismo año que apareció su libro estalló la Revolución y hacia 1792 los antimonárquicos radicales tomaron el control proclamando la República en Francia y dando caza a los <granjeros de hacienda>. Lavoisier fue retirado de su laboratorio y más tarde fue arrestado. Cuando alegó que era un científico y no un recaudador de impuestos (cosa que no era del todo verdad) el oficial que lo arrestó contestó con la famosa frase “La República no necesita científicos”. (La Revolución se dio cuenta pronto de su gran equivocación, como lo comprobaría con Lebranc.)
         El juicio fue una farsa, donde Marat, que ya era un poderoso cabecilla revolucionario, sediento de venganza acusó a Lavoisier de haber participado en complots absurdos y pidió su muerte salvajemente.
         Marat fue asesinado en julio de 1793 pero el mal ya estaba hecho. Lavoisier fue guillotinado junto con su suegro  y otros <granjeros de hacienda> el 8 de Mayo de 1794. Dos meses más tarde, los radicales fueron depuestos, por lo que el caso de Lavoisier fue una de las deplorables  fatalidades de la Revolución.
         Lagrange se lamentaba diciendo “En un solo instante se quedó sin cabeza pero harán falta más de cien años para que aparezca otro igual”. Al cabo de pocos años, los apenados franceses empezaron a inaugurar bustos de su persona, homenajeando a unos de los más ilustres franceses.


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