martes, 29 de enero de 2013

Descartes






Descartes usó su nombre latinizado: Renatus Cartesius. Hay que considerar que el latín era el lenguaje erudito y esta costumbre era muy común. Esta es la causa de que su sistema filosófico se llame cartesiano y que el sistema más corriente sobre el que se trazan las curvas que representan ecuaciones (sistema que Descartes inventó) es el de las coordenadas cartesianas. Sin embargo, Descartes escribió en francés más que en latín, señal de la decadencia de esta lengua universal entre los eruditos de Europa.



La madre de Descartes murió cuando éste solo contaba con un año de edad y parece ser que heredó su mala salud. Tuvo problemas con una tos crónica y cuando fue al colegio se le permitió permanecer en cama cuando lo desease. (El hecho de que fuera un estudiante brillante contribuyó quizá a su favoritismo.) Mantuvo durante toda su vida la costumbre de trabajar en la cama.



Desde los días de su educación con los jesuitas, Descartes fue siempre muy devoto. Cuando en 1633 tuvo la noticia de la condena de Galileo por herejía, abandonó por el momento el libro que estaba escribiendo sobre el Universo en el que aceptaba la teoría de Copérnico, lo que demuestra su espíritu devoto. Por cambiarla constituyó una hipótesis según la cual colocaba la Tierra apoyada en el centro de un vértice, siendo entonces este vértice el que circulaba alrededor del Sol. Esta hipótesis, como la de Tycho Brahe, era ingeniosa, aunque sin sentido, y a pesar de todo fue aceptada por muchos sabios, hasta que Newton, una generación más tarde, echó abajo todas estas teorías menores con su teoría de la gravitación.



Tras algunos años en el ejército francés –durante los cuales no participó en la guerra activa jamás, encontrándose con tiempo de sobra para trabajar en su filosofía- Descartes se estableció en la Holanda protestante. Allí permaneció casi toda su vida, hasta que un día aciago de septiembre del año 1649 aceptó una invitación de la corte sueca.



El gobernante en Suecia en aquel momento era la reina Cristina, ansiosa de conseguir un buen filósofo para glorificar su corte. (Este afán de lustre intelectual de la realeza europea se pronunció en el siglo XVIII, también llamado Era de la Razón).



Desgraciadamente, la reina Cristina era una de las personas más excéntricas que jamás ocupó un trono y su idea de sacar fruto de Descartes consistía en hacerle levantarse a las cinco de la mañana para que le diera clase de filosofía. Los delicados pulmones de Descartes no pudieron aguantar el invierno sueco, sobre todo a las cinco de la madrugada y sus visitas al castillo produjeron su muerte antes de que el invierno acabase. Su cuerpo íntegro, a excepción de la cabeza volvió a Francia. En 1809 su cráneo pasó a manos de Berzelius, que se lo mandó a Cuvier, con lo que Descartes Volvió íntegro a su país al fin.



Descartes fue un mecanicista. Aparte de la dimensión y el tiempo pensó que el universo se podía construir, siendo necesario empezar con un hecho incontrovertible, es decir, algo que se pudiera aceptar sin que ofreciera duda alguna.



Empezó a dudar de todo, pero esta duda pareció ser lo que él buscaba como hecho incontrovertible. La existencia de una duda implicaba la existencia de alguien que dudaba, y de ahí dedujo la existencia de sí mismo. Expresó esto en la frase latina <Cogito ergo sum (Pienso, luego existo)>. La doctrina que hizo a partir de este punto le valió el título que a veces se le ha concedido de padre de la filosofía moderna.



Aplicó su doctrina mecanicista incluso al cuerpo humano. Basando sus conclusiones en la obra de Versalio y Harvey, trató de presentar los mecanismos puramente anormales del cuerpo como un sistema de artificio mecánico. El entendimiento estaba fuera del cuerpo e independientemente de él, aunque comunicándose por un <medio>, que era la glándula pineal, pequeño órgano pegado al cerebro.



Escogió la glándula pineal porque creyó que era el único órgano no común entre humanos y animales y estos al carecer de ella carecían de alma y entendimiento, con lo que se convertían en simples maquinas vivientes. (En esto se equivocó Descartes ya que Stenon descubrió unas décadas más tarde que dicha glándula existía en animales inferiores, y ahora incluso sabemos que un reptil primitivo tiene la glándula aún más desarrollada que el hombre.)



Descartes contribuyó principalmente a la ciencia con sus matemáticas. Se interesó especialmente en esta materia cuando estuvo en el ejército, ya que la inactividad de que gozó le dio mucho tiempo para pensar. Su gran descubrimiento lo hizo en la cama, según se cuenta, al observar el vuelo de una mosca. Se le ocurrió que la posición de la mosca podía darse en cada momento de su vuelo al localizar los tres planos perpendiculares que se cortan en el punto que ésta ocupa en el espacio. En una superficie bidimensional, como puede ser una hoja de papel, cada punto se podía localizar por dos rectas que se cortaban perpendicularmente en dicho punto.



Esto no era totalmente original. Todos los puntos del globo terráqueo se podían localizar por medio de una longitud y latitud, que son en una superficie esférica análogas a lo que representan las coordenadas cartesianas en una superficie plana.



Lo que de verdad conmovió al mundo fue el hecho de que Descartes por medio de su sistema de coordenadas podía representar cada punto del plano por un sistema original de dos números como 2, 5 o -3, -6, que se interpretan como <dos unidades al este y cinco al norte del origen> o <tres unidades al oeste y seis al sur del origen>. Para los puntos del espacio se requerían tres números, el tercero de los cuales representaba las unidades de arriba o abajo.



En cualquier ecuación algebraica, una variable Y se hace depender de las variaciones de la otra variable X, de acuerdo con una ley, como por ejemplo: y=2x2 -5 encontrando para cada valor de x un valor fijo de y. Si a x le damos el valor 1, la y pasa a valer -3; si x vale 2, y valdrá 3, si x vale 3, y vale 13 y así sucesivamente. Si los puntos que siguen esta ley de x e y (1, -3; 2, 3; 3, 13; etc..) se convierten en puntos del plano siguiendo el sistema cartesiano, se obtiene una curva, que en este caso es una parábola. Por este sistema cada curva representa una ecuación y cada ecuación se puede representar por una curva.



Descartes publicó este concepto en un apéndice de unas cien hojas que incluyó en su libro (publicado en 1637) que trataba de vértices y de la estructura del sistema solar. No es la primera vez en la historia de la ciencia que un apéndice fuera mucho más valioso en su contenido que el libro al que estaba sujeto. Otro caso parecido apareció con Bolyai dos siglos más tarde, con la geometría no euclidiana.



El gran mérito del concepto de Descartes fue el de combinar álgebra y geometría para el enriquecimiento de ambas, pudiendo de esta manera resolver problemas con más facilidad que si se hubieran de hacer con una de las dos por separado. Esta combinación abrió el camino al cálculo que Newton desarrolló, que consiste esencialmente en la aplicación del álgebra al fenómeno de variación lenta (como el movimiento acelerado) que pudieron así representarse geométricamente por distintos tipos de curvas.

Como fuera <análisis> el sinónimo de álgebra que se utilizó desde los días de Vieta, se llamó geometría analítica a la fusión que Descartes hizo con las dos ramas de las matemáticas.



martes, 15 de enero de 2013

Arquímedes





Cabría decir que hubo una vez un hombre que luchó contra todo un ejército. Los historiadores antiguos nos dicen que el hombre era un anciano, pues pasaba ya de los setenta. El ejército era el de la potencia más fuerte del mundo: la mismísima Roma.

Lo cierto es que el anciano, griego por más señas, combatió durante casi tres años contra el ejército romano… y a punto estuvo de vencer: era Arquímedes de Siracusa, el científico más grande del mundo antiguo.


El ejército romano conocía de sobra la reputación de Arquímedes, y éste no defraudó las previsiones. Cuenta la leyenda que, habiendo montado espejos curvos en las murallas de Siracusa (una ciudad griega en Sicilia), hizo presa el fuego en las naves romanas que la asediaban. No era brujería: era Arquímedes. Y cuentan también que en un momento dado se proyectaron hacia adelante gigantescas garras suspendidas de una viga, haciendo presa en las naves, levantándolas en vilo y volcándolas. No era magia, sino Arquímedes.


Se dice que cuando los romanos –que, como decimos, asediaban la ciudad- vieron izar sogas y maderos por encima de las murallas de Siracusa, levaron anclas y salieron de allí a toda vela.

Y es que Arquímedes era diferente de los científicos y matemáticos griegos que le habían precedido, sin que por eso les neguemos a éstos un ápice de su grandeza, Arquímedes les ganaba a todos ellos en imaginación.

Por poner un ejemplo: para calcular el área encerrada por ciertas curvas modificó los métodos de cómputo al uso y obtuvo un sistema parecido al cálculo integral. Y eso casi dos mil años antes de que Isaac Newton inventara el moderno cálculo diferencial. Si Arquímedes hubiese conocido los números arábigos, en lugar de tener que trabajar con los griegos, que eran mucho más incómodos, quizá habría ganado a Newton por dos mil años.

Arquímedes aventajó también a sus precursores en audacia. Negó que las arenas del mar fuesen demasiado numerosas para contarlas e inventó un método para hacerlo; y no solo las arenas, sino también los granos que harían falta para cubrir la tierra y para llenar el universo. Con ese fin inventó un nuevo modo de expresar cifras grandes; el método se parece en algunos aspectos al actual.

Lo más importante es que Arquímedes hizo algo que nadie hasta entonces había hecho; aplicar la ciencia a los problemas de la vida práctica, de la vida cotidiana. Todos los matemáticos griegos anteriores a Arquímedes –Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides- concibieron las matemáticas como una entidad abstracta, una manera de estudiar el orden majestuoso del universo, pero nada más; carecía de aplicaciones prácticas. Eran intelectuales exquisitos que despreciaban las aplicaciones prácticas y pensaban que esas cosas eran propias de mercaderes y esclavos. Arquímedes compartía en no pequeña medida esta actitud, pero no rehusó aplicar sus conocimientos matemáticos a problemas prácticos.

Nació Arquímedes en Siracusa, Sicilia. La fecha exacta de su nacimiento es dudosa, aunque se cree que fue en el año 287 a.C. Sicilia era a la sazón territorio griego. Su padre era astrónomo y pariente de Hierón II, rey de Siracusa desde el año 270 al 216 a. C. Arquímedes estudió en Alejandría, Egipto, centro intelectual del mundo mediterráneo, regresando luego a Siracusa, donde se hizo inmortal.

En Alejandría le habían enseñado que el científico está por encima de los asuntos prácticos y de los problemas cotidianos; pero eran precisamente esos problemas los que le fascinaban a Arquímedes, los que no podía apartar de su mente. Avergonzado de esta afición, se negó a llevar un registro de sus artilugios mecánicos; pero siguió construyéndolos y a ellos se debe hoy su fama.

Arquímedes había adquirido renombre mucho antes de que las naves romanas entraran en el puerto de Siracusa y el ejército romano pusiera sitio a la ciudad. Uno de sus primeros hallazgos fue el de la teoría abstracta que explica la mecánica básica de la palanca. Imaginemos una viga apoyada sobre un pivote, de manera que la longitud de la viga a un lado del pivote se diez veces mayor que el otro lado. Al empujar hacia abajo la viga por el brazo más largo, el extremo corto se desplaza una distancia diez veces inferior; pero, a cambio, la fuerza que empuja hacia abajo el lado largo se multiplica por diez en el extremo del brazo corto. Podría decirse que, en cierto sentido, la distancia se convierte en fuerza y viceversa.


Arquímedes no veía límite a este intercambio que aparecía en su teoría, porque si bien era cierto que un individuo disponía sólo de un acopio restringido de fuerza, la distancia carecía de fronteras. Bastaba con fabricar una palanca suficientemente larga y tirar hacia abajo del brazo mayor a lo largo de un trecho suficiente: en el otro brazo, el más corto, podría levantarse cualquier peso.

<Dadme un punto de apoyo>, dijo Arquímedes, <y moveré el mundo.>

El rey Hierón, creyendo que aquello era un farol, le pidió que moviera algún objeto pesado: quizá no el mundo, pero algo de bastante volumen. Arquímedes eligió una nave que había en el dique y pidió que la cargaran de pasajeros y mercancías; ni siquiera vacía podrían haberla botado gran número de hombres tirando de un sinfín de sogas.

Arquímedes anudó los cabos y dispuso un sistema de poleas (una especie de palanca, pero utilizando sogas en lugar de vigas). Tiro de la soga y con una sola mano botó lentamente la nave.

Hierón estaba ahora más que dispuesto a creer que su gran pariente podía mover la tierra si quería, y tenía suficiente confianza en él para plantearle problemas aparentemente imposibles.

En cierta ocasión, un orfebre le había fabricado una corona de oro. El rey no estaba muy seguro de que el artesano hubiese obrado rectamente; podría haberse guardado parte del oro que le habían entregado y haberlo sustituido por plata o cobre. Así que Hierón encargó a Arquímedes averiguar si la corona era de oro puro, sin estropearla, se entiende.

Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese añadido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (es decir, su volumen) podría contestar a Hierón. Lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona sin transformarla en una masa compacta.


Arquímedes siguió dando vueltas al problema en los baños públicos, suspirando probablemente con resignación mientras se sumergía en una tinaja llena y observaba cómo rebosaba el agua. De pronto se pudo en pie como impulsado por un resorte: se había dado cuenta de que su cuerpo desplazaba agua fuera de la bañera. El volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volumen de su cuerpo. Para averiguar el volumen de cualquier cosa bastaba con medir el volumen de agua que desplazaba. ¡En un golpe de intuición había descubierto el principio del desplazamiento! A partir de él dedujo las leyes de la flotación y de la gravedad específica.

Arquímedes no pudo esperar: salto de la bañera y, desnudo y empapado, salió a la calle y corrió a casa, gritando una y otra vez: <¡Lo encontré, lo encontré!> Sólo que en griego claro está: <¡Eureka! ¡Eureka!> Y esta palabra se utiliza todavía hoy para anunciar un descubrimiento feliz.

Llenó de agua un recipiente, metió la corona y midió el volumen de agua desplazada. Luego hizo lo propio con un peso igual de oro puro; el volumen desplazado era menor. Parte del oro que le habían dado al orfebre para que hiciera la corona había sido sustituido por un metal más ligero y los habían mezclado, lo cual le daba un volumen mayor y hacía que la cantidad de agua que rebosaba fuese más grande. El rey ordenó ejecutar al orfebre.

Arquímedes jamás pudo ignorar el desafío de un problema, ni siquiera a edad ya avanzada. En el año 218 a. C. Cartago (en el norte de Africa) y Roma se declararon la guerra; Aníbal, general cartaginés, invadió Italia y parecía estar a punto de destruir Roma. Mientras vivió el rey Hierón, Siracusa se mantuvo neutral, pese a ocupar una posición peligrosa entre dos gigantes en combate.

Tras la muerte de Hierón ascendió al poder un grupo que se inclinó por Cartago. En el año 213 a. C. Roma puso sitio a Siracusa.

El anciano Arquímedes mantuvo a raya al ejército romano durante tres años. Pero un solo hombre no podía hacer más y la ciudad cayó al fin en el año 211 a. C. Ni siquiera la derrota fue capaz de detener el cerebro incansable de Arquímedes. Cuando los soldados romanos entraron en la ciudad estaba resolviendo un problema con ayuda de un diagrama. Uno de los soldados le ordenó que se rindiera, a lo cual Arquímedes no presto atención; el problema era para él más importante que una minucia como el saqueo de su ciudad. <No me estropeéis mis círculos>, se limitó a decir. El soldado le mató.


Los descubrimientos de Arquímedes han pasado a formar parte de la herencia de la humanidad. Demostró que era posible aplicar una mente científica a los problemas de la vida cotidiana y que una teoría abstracta de la ciencia pura –el principio que explica la palanca- puede ahorrar esfuerzo a los músculos del hombre.

Y también demostró lo contrario: porque arrancando de un problema práctico –el de la posible adulteración del oro- descubrió un principio científico.

Hoy en día creemos que el gran deber de la ciencia es comprender el universo, pero también mejorar las condiciones de vida de la humanidad en cualquier rincón de la tierra.

viernes, 4 de enero de 2013

Thomas Alva Edison





A medida que avanzó la Revolución Industrial durante el siglo XIX, las casas y las ciudades del mundo occidental crecieron y se hicieron más prósperas. Pero durante las horas de oscuridad se necesitaba una luz mejor. Todo el alumbrado era de gas, y la llama inquieta que se obtenía por este sistema no proporcionaba luz suficiente. La llama abierta aumentaba además el peligro de fuego, y un escape de gas podía ser fatal.

Otra fuente de energía era la electricidad, y nadie ignoraba que los cables eléctricos se calentaban al pasar la corriente. ¿No podría calentarse un hilo hasta la incandescencia y utilizarlo para alumbrar?

Durante los setenta y cinco primeros años del siglo XIX hubo muchos inventores que intentaron utilizar la electricidad para producir luz. Unos treinta inventores o aprendices de inventores llegaron, lo intentaron y fracasaron. La teoría era clara y elemental, pero parecía imposible de superar las dificultades prácticas.

Thomas Alva Edison, que a la sazón contaba treinta y un años, anunció en 1878 que iba a abordar el problema. Inmediatamente se propagó la noticia por todo el mundo. La fe que la gente tenía depositada en su capacidad era tan absoluta, que las acciones del gas de alumbrado bajaron en las Bolsas de Nueva York y Londres. Y es que Edison acaba de hacer hablar a una máquina. Sus prodigios habían convencido a la gente de que podía inventar cualquier cosa.

Thomas Alva Edison nació en Milan, Ohio, el 11 de febrero de 1847. De pequeño no mostró ningún signo de genialidad; todo lo contrario: su curiosa manera de formular preguntas pasaba por una <rareza> entre los vecinos. Y su maestro de escuela le llamo en cierta ocasión <cabeza de chorlito>. La madre de Edison, que también había sido maestra, monto en cólera y sacó inmediatamente al joven Tom de la escuela.

Tom Edison halló su verdadera escuela en los libros y en sus manos. Leía cuanto caía bajo su vista, fuese cual fuere el tema, y la naturaleza insólita de su mente empezó ya a despuntar. Retenía casi todo lo que leía, y poco a poco aprendió a leer a la misma velocidad con que pasaba las páginas.

Al mismo tiempo que empezó a frecuentar los libros de ciencias comenzó también a experimentar. Para desesperación de su madre montó un laboratorio de química en su casa, pero los productos y los materiales eran caros y no tardó en convencerse de que tenía que ganarse los cuartos por su cuenta.

En primer lugar intento cultivar hortalizas para vender. Más tarde, a los catorce años, obtuvo un empleo de vendedor de periódicos en el tren que iba de Port Huron a Detroit (el tiempo de parada en Detroit lo pasaba en la biblioteca); pero como los ingresos no le llegaban, compró una imprentilla de segunda mano y empezó a publicar un semanario. Muy pronto llegó a vender 400 ejemplares de cada número entre los pasajeros del tren.

Con el dinero que ganó instaló un laboratorio de química en el furgón de equipajes, donde podía experimentar a sus anchas. Pero las cosas se torcieron, porque un día, al pasar por un tramo algo irregular, se volcó un matraz lleno de fósforo y provocó un incendio. Aunque se logro apagar el fuego, el conductor, enfurecido, cogió a Edison por las orejas y le puso, junto con el laboratorio, fuera del tren. Allí acabó la aventura.

Edison sufrió por aquella época otro golpe de mala suerte. En cierta ocasión intento coger un tren en marcha, pero se quedó colgado del estribo, con peligro de caerse y matarse. Uno de los empleados del tren le agarró por las orejas y le subió. Edison salvó la vida, pero a costa del delicado mecanismo del oído interno, quedando parcialmente sordo para siempre.

En 1862 comenzó otra fase en su vida. Un buen día el joven Tom, que tenía entonces quince años, viendo que un vagón de mercancías se abalanzaba sobre un niño que jugaba entre las vías, corrió como una centella hacia el infortunado y le puso fuera de peligro. El padre, lógicamente agradecido, no tenía dinero con qué premiar a Tom, así que se ofreció para enseñarle telegrafía. Para Edison aquello valía más que cualquier fortuna.

Edison se convirtió en uno de los telegrafistas más rápidos de su tiempo. Cuentan que trabajaba de forma tan automática, que cuando recibió por telégrafo la noticia de que habían asesinado a Lincoln, tomó el mensaje mecánicamente, sin darse cuenta de lo que había sucedido.

En 1868 marchó a Boston, donde se colocó de telegrafista. Los demás empleados de la oficina quisieron pasar un buen rato a costa del joven provinciano y le pusieron a tomar los mensajes enviados por el teclista más rápido de Nueva York. Edison recogió sin fatiga todo cuanto salía del hilo. Al terminar, todos le vitorearon.

Edison presentó aquel mismo año su primer invento –un dispositivo para registrar mecánicamente los votos del Congreso-, pensando que así se abreviarían los trámites legislativos. Uno de los diputados le dijo, sin embargo, que no había ningún deseo de acelerar los trámites; las votaciones lentas eran, a veces, una necesidad política. A partir de entonces, Edison decidió no inventar jamás nada sin estar seguro de que se necesitaba.

En 1869 marchó a Nueva York para buscar empleo. Mientras esperaba en la oficina de colocación a que le entrevistaran se estropeó una de las máquinas del telégrafo. Era un aparato que transmitía los precios del oro y de él dependían verdaderas fortunas; de pronto había dejado de funcionar y nadie sabía el por qué. La oficina era un verdadero galimatías, y ninguno de los mecánicos acertaba con la avería. Edison inspeccionó la máquina y con toda calma dijo que sabía dónde estaba el fallo.

<Pues venga, arréglala>, gritó el jefe, fuera de sí. Edison lo hizo en cuestión de minutos y consiguió un empleo mejor pagado que ninguno de los que había tenido hasta entonces. Pero no duró mucho tiempo, porque al cabo de pocos meses decidió convertirse en inventor profesional. Para ello comenzó por un indicador de cotizaciones, eléctrico y automático que había diseñado durante su estancia en Wall Street; el aparato servía para tener informados a los agentes de Bolsa de los precios de las acciones.

Edison fue a ofrecer el invento al presidente de una gran empresa de Wall Street; pero dudaba entre pedir 3000 dólares o arriesgarse a subir hasta 5000. Cuando llegó el momento, perdió los nervios y dijo: <Hágame usted una oferta.> El hombre de Wall Street respondió: <¿Qué le parecen 40000 dólares?>

A sus veintitrés años, Edison estaba metido de hoz y coz en los negocios. Durante los seis años siguientes trabajó en Newark, New Jersey, inventando, trabajando veinte horas al día, durmiendo a salto de mata y formando un grupo competente de ayudantes. Y, no se sabe cómo, encontró también tiempo para casarse.

El dinero le llegaba a espuertas, pero para Edison el dinero era sólo algo para invertir en nuevos experimentos.

En 1876 monto un laboratorio en Menlo Park, New Jersey, destinado a ser una <fábrica de inventos>. Su idea era sacar un nuevo invento cada diez días. El <Mago de Menlo Park> (así se le llamaba) patentó antes de su muerte más de mil, proeza que ningún inventor ha igualado ni de lejos.

Desde Menlo Park, Edison mejoró el teléfono y lo transformó en un instrumento práctico. Y allí inventó lo que sería su creación favorita: el fonógrafo. Recubrió un cilindro con una lámina de cinc, colocó encima una aguja flotante y conecto un receptor para transportar las ondas sonoras a la aguja y desde la aguja. Finalmente, anunció que la máquina hablaría.

Aquello movió la risa de sus colaboradores, incluido el mecánico que había construido la máquina según las especificaciones de Edison. Pero fue éste el que rió el último. Mientras el cilindro recubierto de cinc giraba bajo la aguja, Edison pronunció unas palabras en el receptor; luego colocó la aguja al comienzo del cilindro y salieron las palabras que había pronunciado: <Mary had a Little lamb, its fleece was White as snow> (Mary tenía un corderito, de lana tan blanca como la nieve.)

<Gott im Himmel>, exclamó el mecánico que había construido la máquina.

¡Una máquina que hablaba! El mundo entero quedó asombrado; no había duda de que Edison era un mago, así que cuando a continuación anunció que inventaría la luz eléctrica, todos le creyeron.

Pero esta vez Edison había subestimado las dificultades. Durante un tiempo parecía que iba a fracasar, pues le costó un año y 50000 dólares comprobar que los hilos de platino no servían.

Tras cientos de experimentos halló lo que buscaba: un hilo que se pusiera incandescente sin fundirse ni romperse. Y para eso ni siquiera hacía falta un metal, bastaba un hilo de algodón carbonizado; un frágil filamento de carbono.

El 21 de octubre de 1879 montó Edison uno de esos filamentos en una bombilla, que lució ininterrumpidamente durante cuarenta horas. ¡Había nacido la luz eléctrica! El día de Nochevieja de ese año se iluminó eléctricamente la calle principal de Menlo Park, como demostración pública. Periodistas de todo el mundo acudieron a cubrir el acontecimiento y a maravillarse ante el más grande inventor de la historia.

Aquel fue el auge de la vida de Edison. Nunca volvió a alcanzar cotas parecidas, aunque siguió trabajando durante más de medio siglo. Aun así patento inventos cruciales que allanaron el camino del cinematógrafo y de toda la industria de la electrónica. Hasta su muerte a los ochenta y cuatro años, ocurrida el 18 de octubre de 1913, el taller de Edison fue un caudal inagotable de inventos.

Quizá no sea preciso decir que Edison no fue un científico; tan sólo descubrió un nuevo fenómeno, el efecto Edison, que patentó en 1883. El efecto consistía en el paso de electricidad desde un filamento a una placa metálica dentro de un globo de lámpara incandescente. El descubrimiento recibió poco eco en su tiempo, y ni siquiera Edison prosiguió su estudio; pero fue el germen de la válvula de radio y de todas las maravillas electrónicas posteriores.

El conocimiento abstracto no le interesaba; era un hombre práctico que quería transformar descubrimientos teóricos en artilugios útiles.

Pero quizá tampoco sean los inventos en sí lo que hay que destacar entre las aportaciones de Edison a nuestras vidas. Porque aunque es cierto que hoy disfrutamos del fonógrafo, del cine, de la luz eléctrica, del teléfono y de mil cosas más que él hizo posibles o las que dió un valor práctico, hay que admitir que, de no haberlas inventado él, otro lo hubiera hecho, tarde o temprano, eran cosas que <flotaban en el aire>.

No; Edison hizo algo más que inventar, y fue que dio al proceso de invención un carácter de producción en masa. La gente creía antes que los inventos eran golpes de suerte. Edison sacaba inventos por encargo y enseñó a la gente que no era cuestión de fortuna ni de conciliábulo de cerebros. El genio, decía Edison, es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve de constancia. Inventar exigía trabajar duro y pensar firme.

Y así es como la gente comenzó a habituarse a que los inventos y los perfeccionamientos fueran lloviendo en la vida cotidiana como el fenómeno más natural del mundo; se hizo a la idea del progreso material y empezó a dar por descontado que los científicos, ingenieros e inventores no pararían de encontrar nuevas y mejores maneras de hacer las cosas.

Es difícil decir cuál de los inventos de Edison fue su máxima aportación. Su contribución a la ciencia fue la idea general de un progreso continuo e inevitable, materializado gracias a esforzados investigadores que trabajan en grupo o solitario, con el objetivo de ensanchar el horizonte del hombre.