viernes, 4 de enero de 2013

Thomas Alva Edison





A medida que avanzó la Revolución Industrial durante el siglo XIX, las casas y las ciudades del mundo occidental crecieron y se hicieron más prósperas. Pero durante las horas de oscuridad se necesitaba una luz mejor. Todo el alumbrado era de gas, y la llama inquieta que se obtenía por este sistema no proporcionaba luz suficiente. La llama abierta aumentaba además el peligro de fuego, y un escape de gas podía ser fatal.

Otra fuente de energía era la electricidad, y nadie ignoraba que los cables eléctricos se calentaban al pasar la corriente. ¿No podría calentarse un hilo hasta la incandescencia y utilizarlo para alumbrar?

Durante los setenta y cinco primeros años del siglo XIX hubo muchos inventores que intentaron utilizar la electricidad para producir luz. Unos treinta inventores o aprendices de inventores llegaron, lo intentaron y fracasaron. La teoría era clara y elemental, pero parecía imposible de superar las dificultades prácticas.

Thomas Alva Edison, que a la sazón contaba treinta y un años, anunció en 1878 que iba a abordar el problema. Inmediatamente se propagó la noticia por todo el mundo. La fe que la gente tenía depositada en su capacidad era tan absoluta, que las acciones del gas de alumbrado bajaron en las Bolsas de Nueva York y Londres. Y es que Edison acaba de hacer hablar a una máquina. Sus prodigios habían convencido a la gente de que podía inventar cualquier cosa.

Thomas Alva Edison nació en Milan, Ohio, el 11 de febrero de 1847. De pequeño no mostró ningún signo de genialidad; todo lo contrario: su curiosa manera de formular preguntas pasaba por una <rareza> entre los vecinos. Y su maestro de escuela le llamo en cierta ocasión <cabeza de chorlito>. La madre de Edison, que también había sido maestra, monto en cólera y sacó inmediatamente al joven Tom de la escuela.

Tom Edison halló su verdadera escuela en los libros y en sus manos. Leía cuanto caía bajo su vista, fuese cual fuere el tema, y la naturaleza insólita de su mente empezó ya a despuntar. Retenía casi todo lo que leía, y poco a poco aprendió a leer a la misma velocidad con que pasaba las páginas.

Al mismo tiempo que empezó a frecuentar los libros de ciencias comenzó también a experimentar. Para desesperación de su madre montó un laboratorio de química en su casa, pero los productos y los materiales eran caros y no tardó en convencerse de que tenía que ganarse los cuartos por su cuenta.

En primer lugar intento cultivar hortalizas para vender. Más tarde, a los catorce años, obtuvo un empleo de vendedor de periódicos en el tren que iba de Port Huron a Detroit (el tiempo de parada en Detroit lo pasaba en la biblioteca); pero como los ingresos no le llegaban, compró una imprentilla de segunda mano y empezó a publicar un semanario. Muy pronto llegó a vender 400 ejemplares de cada número entre los pasajeros del tren.

Con el dinero que ganó instaló un laboratorio de química en el furgón de equipajes, donde podía experimentar a sus anchas. Pero las cosas se torcieron, porque un día, al pasar por un tramo algo irregular, se volcó un matraz lleno de fósforo y provocó un incendio. Aunque se logro apagar el fuego, el conductor, enfurecido, cogió a Edison por las orejas y le puso, junto con el laboratorio, fuera del tren. Allí acabó la aventura.

Edison sufrió por aquella época otro golpe de mala suerte. En cierta ocasión intento coger un tren en marcha, pero se quedó colgado del estribo, con peligro de caerse y matarse. Uno de los empleados del tren le agarró por las orejas y le subió. Edison salvó la vida, pero a costa del delicado mecanismo del oído interno, quedando parcialmente sordo para siempre.

En 1862 comenzó otra fase en su vida. Un buen día el joven Tom, que tenía entonces quince años, viendo que un vagón de mercancías se abalanzaba sobre un niño que jugaba entre las vías, corrió como una centella hacia el infortunado y le puso fuera de peligro. El padre, lógicamente agradecido, no tenía dinero con qué premiar a Tom, así que se ofreció para enseñarle telegrafía. Para Edison aquello valía más que cualquier fortuna.

Edison se convirtió en uno de los telegrafistas más rápidos de su tiempo. Cuentan que trabajaba de forma tan automática, que cuando recibió por telégrafo la noticia de que habían asesinado a Lincoln, tomó el mensaje mecánicamente, sin darse cuenta de lo que había sucedido.

En 1868 marchó a Boston, donde se colocó de telegrafista. Los demás empleados de la oficina quisieron pasar un buen rato a costa del joven provinciano y le pusieron a tomar los mensajes enviados por el teclista más rápido de Nueva York. Edison recogió sin fatiga todo cuanto salía del hilo. Al terminar, todos le vitorearon.

Edison presentó aquel mismo año su primer invento –un dispositivo para registrar mecánicamente los votos del Congreso-, pensando que así se abreviarían los trámites legislativos. Uno de los diputados le dijo, sin embargo, que no había ningún deseo de acelerar los trámites; las votaciones lentas eran, a veces, una necesidad política. A partir de entonces, Edison decidió no inventar jamás nada sin estar seguro de que se necesitaba.

En 1869 marchó a Nueva York para buscar empleo. Mientras esperaba en la oficina de colocación a que le entrevistaran se estropeó una de las máquinas del telégrafo. Era un aparato que transmitía los precios del oro y de él dependían verdaderas fortunas; de pronto había dejado de funcionar y nadie sabía el por qué. La oficina era un verdadero galimatías, y ninguno de los mecánicos acertaba con la avería. Edison inspeccionó la máquina y con toda calma dijo que sabía dónde estaba el fallo.

<Pues venga, arréglala>, gritó el jefe, fuera de sí. Edison lo hizo en cuestión de minutos y consiguió un empleo mejor pagado que ninguno de los que había tenido hasta entonces. Pero no duró mucho tiempo, porque al cabo de pocos meses decidió convertirse en inventor profesional. Para ello comenzó por un indicador de cotizaciones, eléctrico y automático que había diseñado durante su estancia en Wall Street; el aparato servía para tener informados a los agentes de Bolsa de los precios de las acciones.

Edison fue a ofrecer el invento al presidente de una gran empresa de Wall Street; pero dudaba entre pedir 3000 dólares o arriesgarse a subir hasta 5000. Cuando llegó el momento, perdió los nervios y dijo: <Hágame usted una oferta.> El hombre de Wall Street respondió: <¿Qué le parecen 40000 dólares?>

A sus veintitrés años, Edison estaba metido de hoz y coz en los negocios. Durante los seis años siguientes trabajó en Newark, New Jersey, inventando, trabajando veinte horas al día, durmiendo a salto de mata y formando un grupo competente de ayudantes. Y, no se sabe cómo, encontró también tiempo para casarse.

El dinero le llegaba a espuertas, pero para Edison el dinero era sólo algo para invertir en nuevos experimentos.

En 1876 monto un laboratorio en Menlo Park, New Jersey, destinado a ser una <fábrica de inventos>. Su idea era sacar un nuevo invento cada diez días. El <Mago de Menlo Park> (así se le llamaba) patentó antes de su muerte más de mil, proeza que ningún inventor ha igualado ni de lejos.

Desde Menlo Park, Edison mejoró el teléfono y lo transformó en un instrumento práctico. Y allí inventó lo que sería su creación favorita: el fonógrafo. Recubrió un cilindro con una lámina de cinc, colocó encima una aguja flotante y conecto un receptor para transportar las ondas sonoras a la aguja y desde la aguja. Finalmente, anunció que la máquina hablaría.

Aquello movió la risa de sus colaboradores, incluido el mecánico que había construido la máquina según las especificaciones de Edison. Pero fue éste el que rió el último. Mientras el cilindro recubierto de cinc giraba bajo la aguja, Edison pronunció unas palabras en el receptor; luego colocó la aguja al comienzo del cilindro y salieron las palabras que había pronunciado: <Mary had a Little lamb, its fleece was White as snow> (Mary tenía un corderito, de lana tan blanca como la nieve.)

<Gott im Himmel>, exclamó el mecánico que había construido la máquina.

¡Una máquina que hablaba! El mundo entero quedó asombrado; no había duda de que Edison era un mago, así que cuando a continuación anunció que inventaría la luz eléctrica, todos le creyeron.

Pero esta vez Edison había subestimado las dificultades. Durante un tiempo parecía que iba a fracasar, pues le costó un año y 50000 dólares comprobar que los hilos de platino no servían.

Tras cientos de experimentos halló lo que buscaba: un hilo que se pusiera incandescente sin fundirse ni romperse. Y para eso ni siquiera hacía falta un metal, bastaba un hilo de algodón carbonizado; un frágil filamento de carbono.

El 21 de octubre de 1879 montó Edison uno de esos filamentos en una bombilla, que lució ininterrumpidamente durante cuarenta horas. ¡Había nacido la luz eléctrica! El día de Nochevieja de ese año se iluminó eléctricamente la calle principal de Menlo Park, como demostración pública. Periodistas de todo el mundo acudieron a cubrir el acontecimiento y a maravillarse ante el más grande inventor de la historia.

Aquel fue el auge de la vida de Edison. Nunca volvió a alcanzar cotas parecidas, aunque siguió trabajando durante más de medio siglo. Aun así patento inventos cruciales que allanaron el camino del cinematógrafo y de toda la industria de la electrónica. Hasta su muerte a los ochenta y cuatro años, ocurrida el 18 de octubre de 1913, el taller de Edison fue un caudal inagotable de inventos.

Quizá no sea preciso decir que Edison no fue un científico; tan sólo descubrió un nuevo fenómeno, el efecto Edison, que patentó en 1883. El efecto consistía en el paso de electricidad desde un filamento a una placa metálica dentro de un globo de lámpara incandescente. El descubrimiento recibió poco eco en su tiempo, y ni siquiera Edison prosiguió su estudio; pero fue el germen de la válvula de radio y de todas las maravillas electrónicas posteriores.

El conocimiento abstracto no le interesaba; era un hombre práctico que quería transformar descubrimientos teóricos en artilugios útiles.

Pero quizá tampoco sean los inventos en sí lo que hay que destacar entre las aportaciones de Edison a nuestras vidas. Porque aunque es cierto que hoy disfrutamos del fonógrafo, del cine, de la luz eléctrica, del teléfono y de mil cosas más que él hizo posibles o las que dió un valor práctico, hay que admitir que, de no haberlas inventado él, otro lo hubiera hecho, tarde o temprano, eran cosas que <flotaban en el aire>.

No; Edison hizo algo más que inventar, y fue que dio al proceso de invención un carácter de producción en masa. La gente creía antes que los inventos eran golpes de suerte. Edison sacaba inventos por encargo y enseñó a la gente que no era cuestión de fortuna ni de conciliábulo de cerebros. El genio, decía Edison, es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve de constancia. Inventar exigía trabajar duro y pensar firme.

Y así es como la gente comenzó a habituarse a que los inventos y los perfeccionamientos fueran lloviendo en la vida cotidiana como el fenómeno más natural del mundo; se hizo a la idea del progreso material y empezó a dar por descontado que los científicos, ingenieros e inventores no pararían de encontrar nuevas y mejores maneras de hacer las cosas.

Es difícil decir cuál de los inventos de Edison fue su máxima aportación. Su contribución a la ciencia fue la idea general de un progreso continuo e inevitable, materializado gracias a esforzados investigadores que trabajan en grupo o solitario, con el objetivo de ensanchar el horizonte del hombre.

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